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Selfies, perreo y autoestima.
Toda chica que frecuente tiendas de moda joven sabe que cada vez es más difícil encontrar pantalones de tallas superiores a la 40, sujetadores sin relleno y calzado cómodo.
En sociedades como la nuestra, que creíamos poco dadas a la exuberancia y la desinhibición, asistimos a la moda -en el caso de las chicas- de shorts tan cortos que destapan media nalga y de los 'selfies': autorretratos improvisados con el móvil en los que abundan los morritos seductores y las poses estratégicas para resaltar el canalillo, realzado a golpe de 'push up'. Los chicos, por su parte, se desloman a hacer pesas para lucir musculatura en camiseta de tirantes, y presumir de tableta de chocolate en Instagram. El reguetón caldea el ambiente en las terrazas y las txosnas -'la estoy calentando, la estoy provocando para que suba suba la temperatura', canta Maluma-, y de pronto hasta Aste Nagusia sabe a Ibiza o a Miami.
Tanto desde sectores conservadores como feministas se escucha a adultos y adultas poner el grito en el cielo ante la sexualización de las jóvenes. No soy amiga del alarmismo ni de lecturas simplistas como que la gente joven es más machista que nunca. Pero sí que creo que el auge de los minishorts, los selfies y el perreo ofrecen una oportunidad para hablar de la forma más invisible de violencia hacia las mujeres: la violencia simbólica.
El sociólogo francés Pierre Bordieu definió la violencia simbólica como aquella que se ejerce con la colaboración de la persona oprimida. Es decir, en el caso de la violencia sexista, se trataría de aquellas manifestaciones en las que no hay un agresor concreto, sino un contexto en el que las propias mujeres acceden -de forma aparentemente libre y voluntaria- a prácticas lesivas para sí mismas. Quienes aseguran que la igualdad ya está lograda insistirán en que si las mujeres usan tacones que destrozan la espalda, se debilitan con dietas milagro o se dejan el sueldo en cremas anticelulíticas, es porque les da la gana. Nadie las obliga.
De esta forma se relativiza el efecto del bombardeo del ideal de belleza que recibimos desde la comunicación de masas -el cine, las series, los realities, los videoclips...-. Es más, se nos culpa por ser tan tontas de dejarnos condicionar, por terminar envidiando a modelos famélicas, por sentirnos acomplejadas de nuestras estrías aun sabiendo que las de las actrices se borran a golpe de photoshop o de cirugía. Asociamos los desórdenes alimenticios a las chicas en estadios graves de anorexia o bulimia, cuya enfermedad banalizamos pensando que se les fue la mano tratando de parecerse a Kate Moss. Cuesta más reconocer que vivimos en una sociedad en la que se promueven los desórdenes alimenticios. ¿Quién los promueve? Nadie en concreto y todo el mundo al mismo tiempo (los medios de comunicación; la industria de la moda, de la cosmética o de la nutrición; las propias mujeres; los propios hombres...). Eso es la violencia simbólica.
La escritora estadounidense Naomi Wolf desarrolló en su emblemático ensayo 'El mito de la belleza' que los desórdenes alimenticios constituyen “el sedante político más potente de la historia de las mujeres: una población silenciosamente trastornada es una población muy fácil de manejar”. La preocupación por el peso provoca falta de autoestima, neurosis y la sensación de pérdida del control, señala. Por otro lado, la necesidad de cumplir con un ideal de belleza imposible resulta muy lucrativo para sectores como la moda, la cosmética, la cirugía estética o la industria alimentaria.
No hay más que visitar un museo para recordar que los cánones de belleza son construidos socialmente y varían en función de las épocas y las culturas. Aunque la globalización está modificando lo segundo. La irrupción de mujeres latinoamericanas y afrodescendientes como ídolos pop no ha servido para promover la diversidad real de cuerpos, sino para proyectar un mismo modelo globalizado, en el que se celebra el exotismo, pero con límites: curvas que caben en la talla 38, piel oscura pero no negra, cabellera ondulada y rasgos finos. Nada de narices anchas, rizos encrespados o nalgas realmente voluminosas. Beyoncé, Rihanna, Shakira o Jennifer López son productos globalizados que se traducen en la globalización del descontento hacia nuestros cuerpos, por el que las blancas usamos 'push up', las negras se hacen alisados permanentes y las latinas no se bajan de tacones de quince centímetros.
La respuesta no es flagelarnos, sino encontrar y difundir referentes atractivos diversos que rompan con el modelo único de belleza como sinónimo del éxito social de las mujeres. Se habla mucho de los peligros de las redes sociales para las jóvenes, pero mucho menos de cómo las estamos utilizando para extender otras formas de entender la belleza, la sexualidad o el amor. Las chicas también utilizan Facebook, Instagram y Twitter para difundir con orgullo fotos de sus cuerpos con michelines o con pelos, acompañados de mensajes en los que arremeten contra el acoso escolar sexista o contra mandatos como la depilación (busquen en Google a Paloma Goñi, Stella Boonshoft o Carleigh O'Connell). Retuiteamos carteles contundentes: “¿Cómo tener un cuerpo perfecto para ir a la playa? 1- Asegúrate tener un cuerpo 2- Ve a la playa”, que conectan con más gente que una charla sobre violencia simbólica. Porque, frente a las revistas femeninas que nos dicen cómo ser una chica diez, el tan demonizado feminismo nos anima a reconocernos bellas y valiosas, recordándonos que “Mujer bonita es la que lucha”.
June Fernández, directora de Pikara Magazine, colaboración con medicusmundi bizkaia*
*Con motivo de la campaña de Medicusmundi Bizkaia, "Yo no me vendo, ¿y tú?", contra la violencia simbólica sobre el cuerpo femenino adolescente.